(Extracto del libro de Benigno Varillas «La Estirpe de los Libres», cuya tercer edición fue publicada en 2020):
Ir a por el lobo cuando tenía tan sólo once años, ir a matar a la temida fiera, fue una experiencia vital decisiva para Félix. En aquella cacería vio por primera vez al mítico depredador a través de sus recién estrenados prismáticos. Le pareció un ser noble. El odiado lobo, la bestia, resultó hermosa. “Fue un momento trascendental, uno de esos que influyen en toda la existencia de un ser humano. Aquel día cambió drásticamente mi vida y mi concepto hacia el lobo. Y pasó el tiempo, mucho tiempo, más del que uno querría, hasta que tuve la oportunidad de conocer al animal, a aquel lobo que había visto por primera vez a los once años de edad con unos prismáticos de campaña en lo alto del páramo batido por el cierzo.
Quería establecer con los lobos una relación como la que había logrado con los halcones. Una comunión íntima, un conocimiento profundo de sus movimientos, necesidades, costumbres, carácter y capacidades. Transcurrió un cuarto de siglo desde aquel primero y breve pero impactante contacto con este animal, hasta que se le brindó una nueva ocasión. Fue en la primavera de 1965. Los cánidos salvajes irrumpieron de nuevo en su vida. Esta vez para quedarse, e inmortalizarle con el sobrenombre de El amigo de los lobos.
La lectura de la obra de Konrad Lorenz le había sugerido una idea apasionante: ¿Y si el lobo hubiera sido alguna vez aliado del hombre, pero no como el perro, sumiso y esclavo, sino como el halcón, conservando su bravura y libertad salvaje?
Había hecho correr la voz. Quería hacerse con una camada de lobos para repetir el experimento que el científico austriaco había hecho con gansos y grajillas.
Pensaba desvelar los misterios de los cánidos salvajes y filmar los aspectos de su biología en detalle. A los lobos se los perseguía por todas partes con lo que no era difícil encontrar uno de tantos alimañeros que quisiera vender unos lobitos de los que paseaban atados a un palo, peregrinando de pueblo en pueblo para que los vecinos le dieran unas propinas por el servicio realizado.


Su amigo de la época estudiantil vallisoletana, Chus Calero, le llamó por teléfono en el amanecer de una primorosa mañana de finales de mayo. La señorita de la centralita comunicó con voz inquisitiva e impersonal, ajena por completo a la trascendencia de la llamada: Tiene usted conferencia. Espere un momento, por favor. “La voz estentórea de Chus sonaba como un trueno, a las siete de la mañana de un lunes, en el auricular de mi teléfono. Y aunque sé que una llamada madrugadora de Chus lo mismo puede significar un descenso del Duero en piragua que una expedición al Mato Groso o a Guinea Ecuatorial, jamás hubiera adivinado la sorpresa que me reservaba el caballero de Valladolid.
– Tengo dos lobeznos para ti. Se los acaban de robar a la loba unos pastores del Bierzo y los he rescatado.
Su viejo amigo El Condestable se había acercado aquel fin de semana a la sierra de la Culebra, en Zamora. Allí se topó con el guarda Manuel Gallego, que le habló de unos mozalbetes que andaban recorriendo los pueblos de la zona con unos lobeznos colgados de un palo para recaudar dinero.
Recordando el interés que Rodríguez de la Fuente tenía por hacerse con unos cachorros, localizó a los muchachos con la ayuda de Manolín y consiguió que se los vendieran. Con ellos en el maletero llegó a su casa de Valladolid. Intentó alimentarlos con un biberón, pero los lobeznos se negaban a comer. A primera hora de la mañana cogió el teléfono y se lo notificó a Félix para que fuera rápido a por ellos.
“Cuatro horas más tarde –recordaba Félix– rodaba yo a ciento veinte por las rectas de Olmedo y Arévalo, con el lloriqueo desconsolado de dos lobeznos como música de fondo. En el soto de Medinilla, bastión de mi amigo Chus, había intentado darles leche de vaca, pero la tomaban mal y los infelices animalitos perdían vitalidad por momentos”.
Tras anular sus compromisos, en pocas horas se había acercado al lugar en el que vivía su amigo, en un recóndito meandro del río Pisuerga, a varios kilómetros de Valladolid. Conocía bien la pista de tierra que bordeaba los sembrados de la vega porque era donde una década atrás había capturado uno de sus primeros halcones. Tanto Rodríguez de la Fuente como Valverde frecuentaban a Chus, para enfado de sus esposas, que no soportaban un amigo tan pendenciero, rudo e hiperactivo.
En 1950, antes de tratar a Félix, ya adiestraba halcones, en un intento de emular a los caballeros medievales, cuyas crónicas se sabía de memoria. Conoció a Rodríguez de la Fuente remando en el batel de los universitarios mientras él lo hacía con los de Comercio en la competición de regatas que servía de duelo anual a los estudiantes, imitando la pugna entre las universidades de Oxford y Cambrigde.
Pasar por Valladolid conllevaba visita obligada a Chus. Saludarle, ver qué bichos nuevos albergaba en su casa y cumplir con la sagrada costumbre de acercarse a la cercana localidad de Dueñas a degustar un lechazo asado. Lo hacían en el sótano de un palacio de esa villa palentina, el mismo donde se habían conocido furtivamente cinco siglos atrás –cita casamentera que cambió el destino de España– los jóvenes príncipes Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, disfrazado él de arriero para no ser reconocido. El Arriero se llamaba el restaurante en el sótano del palacio al que iban los tres amigos –ya cerrado– a degustar excelentes asados de cordero entre armaduras medievales y techos abovedados, lechazos del Cerrato que no se perdían Félix y Tono por nada del mundo cada vez que pasaban por los pagos de Chus camino de Santander. Almorzaban al calor de la chimenea en lo que había sido la bodega de ese palacio, inmejorable marco para charlar de las fazañas de los nobles castellanos y de las suyas propias. Chus, cuyo apellido, Fernández de Velasco, venía del Condestable de Castilla, era apodado por Félix con ese título nobiliario. Los tres eran capaces de recitar párrafos enteros de los Cronicones de los reyes de Castilla y se divertían imitando la forma de hablar de los caballeros medievales, como bien demostró Tonó en sus memorias que sabían hacerlo, escribiendo varias páginas en esa jerga al tener que narrar los pasajes más delicados de su vida. A Tono le gustaba el lechazo churro sacrificado al mes de nacer, con seis kilos de peso, que solo ha probado leche materna y se deshace en la boca. Félix apreciaba el ternasco de sabor recio, alimentado tres meses con los pastos, tomillos y otras hierbas aromáticas de los montes castellanos. Aunque nada que ver con los carneros del Páramo de Masa que añoraba, aquellos que defendían de los lobos los pastores y sus mastines con punzantes carlancas.
Los carneros eran corderos castrados al nacer, engordados con los ralos pero nutritivos pastos del páramo, entre tres y cinco años, con mimo y paciencia, por pastores hoy tan extinguidos como sus rebaños.
Un mundo de ovejas, lobos, castillos, historia, gastronomía, clima y paisaje que hicieron de España un paraíso codiciado por todo pueblo, cultura y civilización que en la historia hubo.
En 1979, Félix propuso a su amigo de la infancia, Policarpo, adquirir un rebaño de ovejas churras y contratar pastores para criar de nuevo carneros en el Páramo de Masa. No recuperarían las 25.000 cabezas que segaban a diente esta planicie cuando ellos eran niños, pero sí las suficientes para que las poblaciones de lobos, buitres leonados y alimoches, los libres, volvieran.
– Pero si es que ahora todo está montado del revés, le decía Policarpo. Si los animales cuantos más años y más ha costado mantenerlos y cuidarlos, menos se pagan. Lo que vale son los lechazos de un mes. ¿Quién quiere un cordero de cinco años? Tu no te preocupes que de comercializarlos me encargo yo, contestaba Félix. No hay carne más suculenta que la de los carneros. Yo les haré propaganda y nos los quitarán de las manos. Su baza habría sido anunciar que aquella carne no solo estaba buena sino que consumirla ayudaba a restaurar la fauna depredadora y carroñera que también se alimentaba de ella. Estaba convencido que por la calidad de las carnes y por ese argumento, España entera secundaría su idea y los consumidores comprarían la carne aromática y sabrosa que favorecía la existencia de lobos y buitres. Procuraba que, mientras tanto, su amigo criara al menos cada año un par de carneros para degustarlos luego recordando el pasado que se fue. Se presentaba siempre con tantos amigos que traía de Madrid a comerlos que Polis le decía,
– Pero Félix, ¡que un carnero no da para tantos!
La idea del Rewilding, es decir, de promover una nueva ganadería con animales domésticos asilvestrados, que recuperen las esencias de sus ancestros, y otros, como el bisonte, que nunca llegaron a ser extinguidos, ya pululaba por su mente. En el programa de radio Las Montañas dejó grabado al hablar del Pirineo:
“En el Pirineo español se podrían hacer los más bellos parques naturales de Europa, podrían volver a vivir los bisontes que vivieron aquí y que pintó el hombre de Altamira hace 15.000 años. Podrían reintroducirse caballos de montaña que dan exactamente los parámetros de los caballos salvajes que pintó también el hombre del magdaleniense. Podría aumentar las poblaciones de osos, de ciervos, de corzos, de perdiz nival, del urogallo, del quebrantahuesos, de las águilas, de los buitres, de las cabras monteses, de los rebecos, que componen la población de una de nuestras últimas islas montañosas. Yo creo que deberíamos ponernos todos la mano en el corazón y pensar un poco en el porvenir”.
La figura del bisonte europeo como parte de la fauna ibérica saldría más veces a relucir en la obra de Félix. En Cuento de Lobos sitúa a la protagonista, la loba huérfana Sibila, en el camino que va del Páramo de Masa a Moradillo de Sedano, donde la hace quedar coja al caer en un cepo, y dice de ella: “Iba por aquel sendero que fue la pista del oso, cuando aún había osos en casi toda la Península ibérica. Donde, antes que el oso, pasó el bisonte, y el caballo salvaje, cuando en pleno Paleolítico aún no se había declarado la guerra entre el hombre y el lobo”.
Jefe de una manada de lobos
No vio cumplirse su sueño de recuperar los rebaños de carneros en el Páramo de Masa, y menos el de reintroducir bisontes en Pirineos, pero sí el de criar lobos y hacerse amigo de ellos, troquelándolos para intentar entrar en su mundo. Sus experiencias infantiles con el lobo, el descubrimiento de la obra de Lorenz y sus estudios sobre el origen del perro, sus conversaciones con Valverde sobre los depredadores y la evolución humana hasta llegar a Homo sapiens, le habían despertado el interés por criar una manada, convivir con ella y arrancarles los secretos que esconden de su relación con el hombre desde la noche de los tiempos.
Los lobeznos que le había proporcionado Chus aquella primavera de 1965 le brindaban esa oportunidad. “Devoraba las rectas de la carretera de Castilla, con mis dos lobeznos metidos en una cesta, de regreso de Valladolid. Estaba verdaderamente emocionado. Me acordaba del viejo lobo que había visto en el páramo en mi infancia. Ahora tenía yo dos lobos para trabajar con ellos. Viajaba hacia Madrid, y viajaba sobre todo en el regazo del viento, en el corazón de mis ilusiones. Tenía dos huérfanos que apenas acababan de abrir los ojos. Se les podría alimentar con una mezcla de leche y de carne, suponía. Aquellos lobos me iban a permitir conocerles.
Ya les había puesto nombre, Sibila y Remo. Sibila, la hembra, porque las lobas, como verdaderas y auténticas sibilas, creo yo que conocen todos los secretos de la naturaleza. Únicamente esa sabiduría de las sibilas las ha debido permitir sobrevivir a la presión del hombre. Al macho le puse Remo, en recuerdo del fundador de Roma, amamantado, como su hermano, por una loba».
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Benigno Varillas, autor del libro «Magdalenia» y de este Blog/PodCast, nació en Asturias en 1953, fue uno de los periodistas de la redacción que inició el diario «El País» en 1976. Fundó y editó con Teresa Vicetto las revistas «El Cárabo» y «Quercus» en 1981, así como, entre otras iniciativas, la ONG «Greenpeace–España» con Remí Parmentier, el oceanógrafo Xavier Pastor y el escritor gallego Manuel Rivas, en 1984. Sus inicios fueron en el «Club de Defensa de la Naturaleza de Gijón», que fundó en 1971 con Roberto Hartasánchez, Alfredo Noval, Ernesto Junco, Miguel Ángel García–Dory y Luis del Valle. En 1984, BV apoyo desde Quercus la campaña de Roberto Hartasánchez, desde el FAPAS en contra del veneno; en 1998 impulsó junto con Pancho Purroy, entonces presidente de SEO/BirdLife, la creación de la plataforma Antídoto de ONG en lucha contra el veneno y en 2004 coordinó la «Estrategia Nacional de lucha contra el uso de cebos envenenados en el medio natural» cuya evolución resumió en febrero de 2025 el biólogo Juan Luis Rodríguez Luengo, miembro de la Asociación para la Conservación de la Biodiversidad Canaria en: https://acbcanaria.org/la-lucha-contra-los-cebos-envenenados/